Siempre tuve la curiosidad de saber cómo era una muerte de pueblo. Evidentemente no es igual que a una de ciudad. Es más triste, no es más triste.
Yo tenía una abuela, me dijeron que era mi abuela, mis papás me lo dijeron y hasta ella misma lo dijo; pero nunca supe cómo era en realidad una abuela. Ésta, quería ser uno de nosotros. Nada más de eso me acuerdo. Quería ser consentida, chiqueada, alimentada. A sus más de 70 años creo que se lo merecía. No recuerdo que me diera los consejos o que me abrazara sino cuando nos despedíamos porque quién sabe en cuánto tiempo nos íbamos a volver a ver. Creo que ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que la abracé. Y creo que ella murió sin acordarse de mí. Sin saber que yo existía. Es que ya estaba muy mayor. Estaba viejita. Yo no sabía pero en la misa dijeron: 89 años. Son muchos. Muchísimos. Tuvo 17 hijos, ahí nomás. Y cada hijo tuvo en promedio 3 hijos. Échenle 51 nietos, yo pienso que hasta somos más. Muchos de esos ya tienen hijos. Hay tipo 20 biznietos. Enorme familia.
Mi mamá la iba a ver cada que podía. A su regreso nos traía el reporte: ya no quiere comer, ya no quiere caminar, ya no quiere platicar, ya no nos reconoce.
Creo que se puso más depre a partir de que murió mi abuelo. Él era bien chido. Más o menos me acuerdo. Era bien sonriente. Y borrachito. Y nos contaba chistes e historias. Cantaba. Creo que hasta nos compartía chupe, como que me acuerdo. Usaba un bastón. Mi abuela también. Él murió porque se cayó y se pegó en la cabeza. Dicen que murió de cáncer. Supongo que piensan que ella también pudo haber muerto de lo mismo porque abajo de su féretro habían colocado vinagre con gajitos de cebollas, la creencia –me dijeron– es que así no se riega el cáncer; y tampoco el mal olor.
Al final no importa de qué murió quién.
Debe ser difícil dividir el amor en 14 –al final sólo sobrevivieron 14 hijos–, mucho más en cincuenta y tantos nietos y de los biznietos ya ni hablar. Tal vez por eso pienso que no me quiso. O quién sabe. A lo mejor a su modo.
Nos avisaron el viernes en la mañana y por la noche llegamos al rancho, una casita, dos, una de cemento y la otra cubierta con tejas. Muchísimas historias se guardan ahí. Fue el primer lugar que más amé para fotografiar –por ejemplo–, cantábamos ahí hasta bien entrada la madrugada, y nos congelábamos, y nos poníamos borrachitos, en aquellos días en que celebrábamos los cumpleaños de los abuelos; también ahí celebramos XV años de primas y sobrinas.
Puercos, guajolotes, gallinas, toros, vacas, perros, brujas.
Llegamos al rancho y estaba todo dispuesto. Sillas en el enorme patio, familia. Y dentro: el féretro. En el lugar donde muchas noches ella durmió. Donde todos llegamos a dormir. Era una caja color café claro con una virgen dibujada. Cuatro cirios a su alrededor. E hijas llorando. Nietas llorando mientras esto escriben.
Afuera, las hijas, ocupadas, preparando el café, el té de canela, comprando pan, galletas, saludando, recibiendo el pésame. Es horrible abrazar a alguien y dar el pésame cuando no lo sientes. Esta vez todos nos sentimos cuando nos abrazábamos.
La mayoría de la familia se quedó a velarla. Yo no. Quería, pero..., en fin.
Al día siguiente –sábado–, la misa estaba programada para las 12.
11:40. Una voz gritó: empiecen a prepararla.
11:45. Una tras otra hija, uno tras otro llanto.
11:50. Más despedidas. Cierran la ventanita. Reparten flores que llevaremos cargando.
11:55. Unos cuantos toman el féretro y lo llevan a una camioneta color verde.
12:00. Todos caminamos en procesión a la iglesia.
No fue una misa linda.
12:50. De nuevo toman el féretro. Es hora de llevarlo al panteón.
Durante más de una hora caminamos. La avenida principal se llenó de los Lizardi que también son Pérez. Y Yáñez, Guerrero, Sánchez, Aguilar, Olguín, Alegre, Lucario. Todos caminamos hacia la salida del pueblo, hacia la carretera, hacia el panteón. Mientras lo hacíamos, reíamos. Tomábamos agua. Platicábamos. Nos actualizábamos de todo lo que había pasado en tanto tiempo que llevábamos sin vernos.
Esa despedida final sí fue hermosa. Fue dolorosa. Hasta ahí todavía estaba presente. Luego estaría bajo tierra. Y nos hicimos bien conscientes de eso. Le echaban puños de tierra mientras le agradecían. Le tiraban flores mientras le agradecían. Le aventaban agua bendita mientras le agradecían. Le pedían que –ahora sí– ya descansara en paz.
89 años acá te querían rebasar, qué bueno que no los dejaste.
Te despediste en el más lindo escenario. Cielo azul, nubes hermosas, árboles, pasto, cerros, viento, aire de despedida que nos acariciaba a todos la cara. Uno tras otro palazo. Tierra sobre tu ataúd. ¿Por qué tanta tierra? –como dice Sabines–, ¿por qué tanta si tú de ahí ya ni ibas a querer salir? Nomás se cansaron. Y encima de tu cuerpo, de tu féretro, de tantísima tierra, cubetas con flores que olían delicioso. Muchas cubetas con flores. Y alguna que otra corona de flores. Una cruz de flores.
Yo tenía una abuela, me dijeron que era mi abuela, mis papás me lo dijeron y hasta ella misma lo dijo; pero nunca supe cómo era en realidad una abuela. Ésta, quería ser uno de nosotros. Nada más de eso me acuerdo. Quería ser consentida, chiqueada, alimentada. A sus más de 70 años creo que se lo merecía. No recuerdo que me diera los consejos o que me abrazara sino cuando nos despedíamos porque quién sabe en cuánto tiempo nos íbamos a volver a ver. Creo que ya no me acuerdo cuándo fue la última vez que la abracé. Y creo que ella murió sin acordarse de mí. Sin saber que yo existía. Es que ya estaba muy mayor. Estaba viejita. Yo no sabía pero en la misa dijeron: 89 años. Son muchos. Muchísimos. Tuvo 17 hijos, ahí nomás. Y cada hijo tuvo en promedio 3 hijos. Échenle 51 nietos, yo pienso que hasta somos más. Muchos de esos ya tienen hijos. Hay tipo 20 biznietos. Enorme familia.
Mi mamá la iba a ver cada que podía. A su regreso nos traía el reporte: ya no quiere comer, ya no quiere caminar, ya no quiere platicar, ya no nos reconoce.
Creo que se puso más depre a partir de que murió mi abuelo. Él era bien chido. Más o menos me acuerdo. Era bien sonriente. Y borrachito. Y nos contaba chistes e historias. Cantaba. Creo que hasta nos compartía chupe, como que me acuerdo. Usaba un bastón. Mi abuela también. Él murió porque se cayó y se pegó en la cabeza. Dicen que murió de cáncer. Supongo que piensan que ella también pudo haber muerto de lo mismo porque abajo de su féretro habían colocado vinagre con gajitos de cebollas, la creencia –me dijeron– es que así no se riega el cáncer; y tampoco el mal olor.
Al final no importa de qué murió quién.
Debe ser difícil dividir el amor en 14 –al final sólo sobrevivieron 14 hijos–, mucho más en cincuenta y tantos nietos y de los biznietos ya ni hablar. Tal vez por eso pienso que no me quiso. O quién sabe. A lo mejor a su modo.
Nos avisaron el viernes en la mañana y por la noche llegamos al rancho, una casita, dos, una de cemento y la otra cubierta con tejas. Muchísimas historias se guardan ahí. Fue el primer lugar que más amé para fotografiar –por ejemplo–, cantábamos ahí hasta bien entrada la madrugada, y nos congelábamos, y nos poníamos borrachitos, en aquellos días en que celebrábamos los cumpleaños de los abuelos; también ahí celebramos XV años de primas y sobrinas.
Puercos, guajolotes, gallinas, toros, vacas, perros, brujas.
Llegamos al rancho y estaba todo dispuesto. Sillas en el enorme patio, familia. Y dentro: el féretro. En el lugar donde muchas noches ella durmió. Donde todos llegamos a dormir. Era una caja color café claro con una virgen dibujada. Cuatro cirios a su alrededor. E hijas llorando. Nietas llorando mientras esto escriben.
Afuera, las hijas, ocupadas, preparando el café, el té de canela, comprando pan, galletas, saludando, recibiendo el pésame. Es horrible abrazar a alguien y dar el pésame cuando no lo sientes. Esta vez todos nos sentimos cuando nos abrazábamos.
La mayoría de la familia se quedó a velarla. Yo no. Quería, pero..., en fin.
Al día siguiente –sábado–, la misa estaba programada para las 12.
11:40. Una voz gritó: empiecen a prepararla.
11:45. Una tras otra hija, uno tras otro llanto.
11:50. Más despedidas. Cierran la ventanita. Reparten flores que llevaremos cargando.
11:55. Unos cuantos toman el féretro y lo llevan a una camioneta color verde.
12:00. Todos caminamos en procesión a la iglesia.
No fue una misa linda.
12:50. De nuevo toman el féretro. Es hora de llevarlo al panteón.
Durante más de una hora caminamos. La avenida principal se llenó de los Lizardi que también son Pérez. Y Yáñez, Guerrero, Sánchez, Aguilar, Olguín, Alegre, Lucario. Todos caminamos hacia la salida del pueblo, hacia la carretera, hacia el panteón. Mientras lo hacíamos, reíamos. Tomábamos agua. Platicábamos. Nos actualizábamos de todo lo que había pasado en tanto tiempo que llevábamos sin vernos.
Esa despedida final sí fue hermosa. Fue dolorosa. Hasta ahí todavía estaba presente. Luego estaría bajo tierra. Y nos hicimos bien conscientes de eso. Le echaban puños de tierra mientras le agradecían. Le tiraban flores mientras le agradecían. Le aventaban agua bendita mientras le agradecían. Le pedían que –ahora sí– ya descansara en paz.
89 años acá te querían rebasar, qué bueno que no los dejaste.
Te despediste en el más lindo escenario. Cielo azul, nubes hermosas, árboles, pasto, cerros, viento, aire de despedida que nos acariciaba a todos la cara. Uno tras otro palazo. Tierra sobre tu ataúd. ¿Por qué tanta tierra? –como dice Sabines–, ¿por qué tanta si tú de ahí ya ni ibas a querer salir? Nomás se cansaron. Y encima de tu cuerpo, de tu féretro, de tantísima tierra, cubetas con flores que olían delicioso. Muchas cubetas con flores. Y alguna que otra corona de flores. Una cruz de flores.
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